En El Hoyo (Gaztelu-Urrutia, 2019), somos partícipes de la vida de un grupo de presidiarios de una sociedad distópica, cuyas celdas están interconectadas verticalmente a través de un hueco que permite ver parte de los pisos aledaños.
Debido a un sistema rotativo mensual los presos son desplazados mientras duermen, de manera que es posible vivir en diversos estratos durante la estancia allí. Un número en la pared indica permanentemente la buena o mala suerte del reo, relacionada con el hueco que une las celdas: cada día, una plataforma cargada de comida desciende desde la primera planta, y la cantidad y estado de lo que llega a cada piso depende de la altura a la que se encuentren los presos (y a partir de según qué planta podéis imaginar que lo que llega empieza a perder parecido con comida).
Se genera así una suerte de sistema urbano que basa su supervivencia en el egoísmo de los que durante un mes están por encima de los demás. Podríamos compararlo con la ciudad de Leonia que aparece en el libro de Italo Calvino Ciudades Invisibles, donde analiza diversas ciudades imaginarias y las clasifica en distintos modelos.
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«El Hoyo» y la generosidad del hormigón